Comentario
La contestación que sí iba a tener nefastos resultados para el pontificado vino del exterior, de las tierras alemanas, desde donde primeramente se denunciaron ciertos abusos, como el ya citado de las indulgencias, para pasar poco tiempo después a cuestionarse la autoridad del Papa y a no aceptarse el dominio de la Iglesia de Roma. Para ello Lutero logró canalizar viejas aspiraciones de autonomía eclesiástica, de protestas reiteradas contra la rapiña de la Curia pontificia, recogiendo además un malestar muy extendido entre la población por el abandono pastoral en que se encontraba; en suma, supo liderar la reforma que desde tiempo atrás se estaba solicitando por tantas voces y en ámbitos diferentes. Contó para ello con la decisiva protección que pronto le prestaron algunos príncipes, con la colaboración de prestigiosos círculos universitarios, con el beneplácito de una parte de las propias autoridades eclesiásticas y con el apoyo de amplios sectores de población procedentes de todas las clases sociales. Así lo que había surgido como un problema personal de angustia religiosa se transformó en un diversificado movimiento antipapal y antirromano.
La reacción inicial de la Santa Sede se basó en la típica condena de las tesis heréticas. León X nunca llegaría a captar la gravedad del problema, a pesar de la excomunión que lanzó contra Lutero mediante la bula "Exsurge domine" (1520), seguida de la "Decet romanum pontificem" (1521) que reafirmaba el anatema. Por su parte, la respuesta del monje agustino estaba siendo cada vez más radical, pasando, tras unos años de disputas teológicas y de controversias públicas con delegados papales sobre aspectos concretos del dogma, a formular por escrito en 1520, a través de varias de sus obras más significativas, la descalificación papal, su desobediencia, la necesidad de separar la Iglesia de Alemania de la de Roma, la posibilidad de la libre interpretación de la Biblia y otras medidas diversas entre las que se encontraba la reducción de los conventos, que tanta repercusión socio-política y económica tendría en el posterior desarrollo del movimiento reformista.
Los poderes políticos no mostraron tampoco actitudes muy firmes y definidas sobre el problema religioso que se había planteado. Es cierto que Lutero fue llamado a la Dieta de Worms en abril de 1521, siendo condenado al destierro por persistir en sus afirmaciones doctrinales, pero la ayuda del elector Federico de Sajonia le proporcionó un refugio seguro en el castillo de Wartburg, desde donde seguiría desarrollando sus planteamientos reformistas. En el interior de Alemania las fuerzas se dividieron a favor y en contra de la ruptura con Roma, detectándose esta división tanto a nivel de los príncipes laicos como eclesiásticos, de los cabildos catedralicios y universitarios, así como en las filas del clero, encontrándose por lo demás muchas pruebas de simpatía hacia la causa luterana entre los restantes sectores de población.
Fuera del Imperio, las tensiones que se daban entre las principales potencias occidentales y en el interior de sus territorios eran lo suficientemente importantes como para no querer asumir unilateralmente un problema tan espinoso, que podría traer imprevistas consecuencias para los poderes públicos. Así las Monarquías de España, Francia o Inglaterra, por ejemplo, aunque se sintieron preocupadas por el conflicto, incluso manifestando su rechazo a las tesis luteranas, no adoptaron posturas decididas frente al problema, dejando transcurrir un poco de tiempo antes de actuar con mayor rotundidad contra la rebeldía protestante.
Mientras tanto se había producido un nuevo relevo en el solio de San Pedro. El ya anciano, bondadoso, pío y austero Adriano de Utrecht, natural de los Países Bajos, hijo de un modesto artesano flamenco, que había sido profesor de la Universidad de Lovaina, tutor del emperador Carlos V y regente de España, había salido designado Papa en el Cónclave de 1521, celebrado a raíz del fallecimiento del fastuoso y mundano León X; elección un tanto sorprendente dadas las notas distintivas tan opuestas a la personalidad del nuevo Pontífice que predominaban en los ambientes cortesanos de la Ciudad Eterna. De formación humanista, amigo de Erasmo, partidario de atajar los excesos del clero y de combatir la opulencia e inmoralidad de la Curia, en su corto pontificado de veinte meses, de los cuales no pasó más de un año en Roma, apenas si pudo iniciar la reforma eclesiástica desde el interior de la propia Iglesia. Su repentina muerte truncó todas las posibilidades de cambio que se habían abierto con su acceso al trono de San Pedro, acabando también con su desaparición la amenaza que había supuesto para los integrantes de la Curia por el peligro de que se hubiese podido producir un verdadero saneamiento y limpieza de la corrupción que cubría a buena parte de la jerarquía eclesiástica.
Adriano VI fue el último de los Papas no italianos de aquella época. Su sucesor sería otro miembro del linaje mediceo, Julio, primo del anterior papa León, que tomaría el nombre de Clemente VII (1523-1534). Con él de nuevo volverían a la cúspide de la Santa Sede las intrigas políticas, las influencias familiares y, en consecuencia, la paralización del movimiento reformista de la Curia. De hecho, frente al nombramiento de un solo cardenal por el bueno de Adriano VI, fueron nada menos que 33 los capelos concedidos por el nuevo Papa, una parte de los cuales pasaron a ser disfrutados, mediante compra, por miembros de algunos de los poderosos clanes de hombres de negocios italianos, mientras que otros se repartieron en función de las presiones políticas que desde España y Francia principalmente se ejercieron sobre el casi prisionero Clemente VII, estado en que se encontraba tras el famoso saqueo de Roma de 1527. No obstante, el comportamiento personal de este Pontífice se alejó bastante del de aquellos prelados que habían ocupado la silla de San Pedro en el último tercio del Cuatrocientos. Serio, inteligente y de conducta más edificante, no supo sin embargo salir adelante con éxito en la difícil coyuntura político-religiosa que le tocó vivir. Indeciso y vacilante como soberano temporal, defensor de los intereses familiares en el complicado juego de la política en Italia y por Italia, pagó muy cara su toma de posición frente a Carlos V, que le supondría la tragedia de 1527, a la vez que no sería capaz de prestar la atención que le debía merecer como máxima autoridad de la iglesia de Roma la ruptura del luteranismo.